dissabte, 11 d’octubre del 2008

Reedició VIII: Cap.4 -ASCENSOR-


Cap.4 -ASCENSOR-

Había comido con él en su piso. Siempre comida distinta, cada día de un lugar diferente del planeta. Había sido idea suya. Se sentía saciada pero no había comido mucho. Tal vez porque mientras comía daba tres bocados, un beso cuco a él y un trago de cerveza. Estaba clarísimo que el amor saciaba.

Bajaba sola en el ascensor. Se estaba observando en el espejo. Siempre que iba sola en un ascensor se ponía a contarle al espejo lo que le había ocurrido ese día. Era curioso, como un actor ensayando su diario en el camerino.

Se ajustó los vaqueros, de un lado a otro. La hora de la siesta había sido una gran hora. Despatarrados en el sofá, sin ni siquiera haberse movido ni un centímetro desde que habían comido, viendo la tele. En el aparador, incienso encendido desprendiendo una fina y ondulada columna de denso humo latente. En la televisión, un documental de guepardos (el animal más rápido de la sabana, y el segundo más veloz, todos lo sabemos, la gacela Thompson). En el estómago, una digestión en proceso con la consecuente acumulación sanguínea en los alrededores. En el bolso, afortunadamente a mano, un chivato, tabaco, papel, mechero y un destroyer, todo preparado para un buen colocón. Más humo en el ambiente que se ocupó de eclipsar el aroma ya de por si denso del incienso. En ellos, risitas sueltas, miraditas, risitas sueltas y el apalancón que empezaba a ser preocupante.

Pero la lívido y el frenesí de la digestión empezaron a enderezar la cosa. Un pintalabios rojo para jueguecitos anatómicos y el diapasónico ritmo de Semana Santa de sus caderas, junto con un centrifugado a cámara lenta, convirtieron la hora de la siesta en puro napalm vermellón.

Se despidió del ascensor un poco ruborizada. Le acababa de contar como se lo había montado en la hora de la siesta. ¿Y si realmente vivía alguien al otro lado de los espejos de los ascensores? ¿Estás ahí Carol Anne Freeling?

Kim Deal había estado tomándose unas copas con los otros tres del grupito. Había estado sentada donde hacía esquina el banco, abrazándose a su pierna apoyada en el borde. Había estado siguiendo con interés tenístico la discusión de dos de sus compañeros, sentados a sendos lados. Kim cruzaba la calle, silenciosa, pensativa, encogida en su abrigo de leñador. Tenía la solución al problema raíz de la discusión. La solución se llamaba Pixies, y, aunque aún no lo sabía, sujetaba en su mano el diccionario que había de coronar ésta palabra y había de erradicar cualquier discusión más. Ya en casa, puso un vinilo y se dejó caer en la cama para fumarse un pitillo mirando el techo. Y empezó a hacer aros de humo.

Y acabó por dormirse.



Elastica - 2:1